Argi




Todo eres cuento de niños



Todo consiste en aprender a cruzar la carretera. Si no aprendes, te pasas la vida entera atado a un árbol. Para entender el asfalto no vale sólo con el instinto: has de tener técnica, porque no se trata de cruzarlo siete u ocho veces durante un mes, sino que debes cruzarlo miles de veces durante diecisiete años. No puedes fallar, porque un solo fallo puede ser definitivo. Todos los perros de los caseríos saben que el enemigo de su felicidad no es el frío ni las garrapatas ni el moquillo ni la sarna ni los otros perros: el enemigo son las ruedas de los coches, que no se cansan de girar.
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Él aprendió enseguida, lo podéis ver en las fotos, y se salvó de vivir atado para siempre. Comprendió el sonido de los coches; supo distinguir el ruido que indica lejanía y el que dice ten cuidado. Si venía conmigo, se limitaba a seguirme de cerca. Cuando llegaron los coches modernos casi silenciosos también se adaptó: jamás tuvo un desliz. Mientras la mayoría de los perros de mi pueblo vivían sujetos a la cadena, Argi me acompañaba a recoger tomates, a sembrar patatas, a cuidar las vacas, a jugar a pelota mano. Me lo llevaba de botellón con mis amigos de Sondika. También a rellenar los papeles del paro, o la matrícula de la universidad: le encantaba subirse al coche, le gustaban los viajes largos. Él me acompañó a rellenar las instancias para negarme a cumplir el servicio militar. Él me acompañó a recoger la condena. Él se sabe de memoria el camino de ida y vuelta de muchos supermercados y tiendas de chinos de Madrid. Él me ha visto hacer pintadas, ha respirado mi aerosol, me conoce.

No es el dueño el que hace al perro. Me gustaría decir lo contrario para presumir de algo, pero no soy tan bueno. El mejor perro es el que no necesita dueño. Fue Argi el que se dio la libertad que necesitaba.
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FOTOS: a) Argi delante de mi caserío Astobieta, justo al lado de la carretera, con siete u ocho años. b) Argi detrás de la carretilla de tomates del inefable neorrabioso, antes de que fuera neorrabioso, en Vizcaya, hace unos doce años. c) Argi en Madrid con el neorrabioso puro, con dieciséis años, hace cinco meses
* Todo eres cuento de niños es un verso de Quevedo perteneciente al poema El pelícano

Mi perro se muere. Aquella flecha de nieve que saltaba los alambres de las huertas de Lauros se apaga ahora entre tumores, cataratas y una punta de años. Comenzó a renquear hace tres meses, a la entrada del otoño, y desde hace dos semanas ya no alcanza a subir las escaleras. Lo saco al parque en brazos, como si lo llevara a la enfermería, y los otros dueños de perros se me quedan mirando:

–¿Qué le pasa a tu perro?
–Nada.
–¿Cómo que nada?
–Años. Diecisiete.
–¡Ostras!

Lo dejo en el suelo y camina tres o cuatro pasitos con mucho cuidado, bamboleante, como si estuviera borracho, y de pronto se queda clavado, con las cuatro patas fijas, y se pone a mear como las perras. Y yo, que soy un capullo y siempre le he dado trato de capullo, le digo en voz alta, para que los demás perros se enteren:

–Lo que me faltaba por verte: meando como una perra. No me jodas
Argi.

Él me mira despreciativo, como diciendo calla, cabrón, ya me gustaría verte a ti con ochenta tacos, a ver cómo manejas a esa edad el aerosol. El pobre ya no puede mear como un perro porque ahora, cada vez que intenta levantar la pata trasera, pierde el equilibrio. Y yo no perdono:

–Manda cojones, Argi. Cuatro patas y no te mantienes en pie. Estás como para andar en bici.


Me he obligado a tratarle con este lenguaje de siempre, no sea que me note la tristeza. Si sabe que disimulo estoy perdido: se me muere mañana, sé de sobra lo orgulloso que es.

.Qué perro. Pudo morir a los siete meses de edad, cuando estaba durmiendo y se le tumbó encima Faustina, una vaca suiza mía que lo confundió con una almohada. Más tarde se convirtió en un perro digno del Circo Mundial: saltaba las vallas, pasaba por el aro o recogía las pelotas imposibles que perdíamos en los frontones. Se paraba como un mimo en cuanto le decía “geldi hor”... Nunca pisaba un sembrado, por mucho que cayera una pelota. Se quedaba esperándome, sin correa ni horario, a la salida de los supermercados de Madrid. Qué perro, ya digo. Un crack.

–Por este perro te pago el dinero que quieras –me ofrecieron varias veces.
–Te lo vendería ahora mismo –les decía yo–, pero él no se vende.

Sólo me hacía caso a mí y a mi padre. La última vez que estuvimos en Vizcaya fue directo al lugar donde solía sentarse mi padre, y ahí comprendí qu
Argi no sabe aún que se ha muerto hace más de cinco años. Él piensa que mi padre está vivo. Y tiene razón.





Llevo toda la semana pensando en acudir al veterinario para que le dé la eutanasia, pero siempre me arrepiento, porque cada vez que Iratxe vuelve del trabajo le viene como un pequeño renacer. Hasta en ese culto a Iratxe se parece a mí. Pero a la hora en que escribo esto su situación ha empeorado: ayer ni siquiera logró ponerse en pie. Lo miro a los ojos para saber si está sufriendo y me devuelve una mirada altanera que logra confundirme. Qué pedazo de cabrón: no quiere morirse sólo por no defraudarnos.

Mi perro se muere. Con él se va el último trozo de mi padre. Mi padre otra vez. Mi perro. Y yo aquí, maldito incapaz, sin aprender a escribir todavía.


Publicado en Neorrabioso el 11 de diciembre de 2009
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Todo eres cuento de niños es un verso del poema El pelícano, de Quevedo





Yo moriré con el peor de mis gestos, los dientes cariados, la memoria roma, el músculo sin colágeno, el pelo ralo, la vista negra, los oídos candados, señor de mis arrugas, pero él mantuvo de tal forma su belleza que estuve a punto, pido perdón, de hacerle una foto con su manta roja de condenado, una hora antes de llevarle a la veterinaria que le dio la eutanasia. La belleza le perseguía: ni con la muerte cosida a su cara dejó de ser una golosina blanca.

Una semana después de la muerte de Argi, cuando ya nos habían entregado las cenizas y todo, viene Iratxe y me sale con esto:

–Esta noche he sentido a Argi andando por la salita.

No sólo lo sintió andar por la salita: al de pocos días lo siguió notando en la cocina, luego en la puerta de entrada, más tarde revolviendo en la papelera, y en ese plan. Como aquello continuaba y no tengo mucha paciencia para las tonterías, decidí cortar inmediatamente.

–¿Y no te levantas de la cama para verle? –le pregunté.
–Una vez lo hice, pero cuando llegué no había nadie.
–Qué raro, ¿no?
–¿Raro el qué?
–Que te levantes y no encuentres a Argi. No sé. Es que no me lo explico. ¿Seguro que miraste bien?
–Vete a tomar por culo, gilipollas.

A partir de esa conversación Iratxe dejó de sentir a Argi, o al menos se lo callaba, pero entonces apareció el segundo problema: fui yo el que comencé a sentirlo. Oía ruidos suyos en la sala, o en el cuarto de baño, o en la otra habitación. Como ya he dicho que no aguanto las tonterías y tampoco creo en la magia, agité unas cuantas veces mi cerebro y me puse a buscar la causa del fenómeno.

Creo que ya la tengo. En mi piso Pasiega se producen infinidad de pequeños ruidos, los causados por la lluvia, el viento, los vecinos de arriba y de abajo, las radios, los folios cayéndose, las gotas del grifo, las latas vacías moviéndose en la papelera, el ruido del frigorífico, ruidos que ya existían antes sin que nosotros nos diéramos cuenta. La diferencia es que, durante diecisiete años, todo esos sonidos raros se los hemos atribuido a Argi; una vez muerto, están apareciendo por primera vez de forma independiente.

Al final me he alegrado de la existencia de esos ruidos, porque para mí siguen siendo de Argi, son parte de su territorio, y me ayudan a llevarlo dentro de mí como si estuviera viviendo. Tal es así que le he dado la razón a Iratxe y ahora solemos tener algunas conversaciones que, si alguien las escuchara, nos aplicaría directamente la camisa de fuerza:

–¿Lo has sentido esta noche? –le pregunto.
–¿Sobre las tres de la mañana? ¿En la zona del portátil?
–Qué cabrón. Seguro que ha estado leyendo todo el blog.
Todo no. Qué paliza.
–Vete a saber. Ten en cuenta que ahora tiene todo el tiempo del mundo.




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La muerte dora las piedras de mi memoria. Ahora que ha desaparecido lo voy mitificando de tal manera que corro el riesgo de convertir esta serie homenaje en una especie de Argirín de Tarasçono en las Aventuras del Barón de Arginchausen, pues ya sólo me queda decir que Argi resolvía ecuaciones de segundo grado y ladraba con sinfonía de triple ladrido. Creo que ya me he dado cuenta del error y estoy en condiciones de enmendarlo.

Argi no era perfecto. Lo confieso. Debe saberse que perseguía a las perras con un baboseo y pérdida de la compostura deplorables, que desaparecía de repente y comenzaba expediciones donde el único dueño al que se acogía era él mismo, o tardaba tres minutos y a veces cuatro en traer una pelota que sólo la habíamos lanzado más allá de los barracones. Debe saberse que cuando llegó a Madrid y probó por primera vez Dog Chow se volvió tan periexquisito que ya no quiso comer otra cosa, o que en los últimos tiempos su vanidad aumentó tanto que hasta llegó a imaginar que yo era prescindible (idea ésta que, no puede ser de otra, se la metió Iratxe). También es hora de decir que él, tan amigo de todos los perros campesinos de Vizcaya, cambió de opinión en cuanto llegó a Madrid y comprobó que sus perros son urbanitas y decorativos. Cómo iba él a mezclarse con perros que no servían para nada. Cómo iba él a compartir carreras y sobeteos con perros que ni siquiera habían visto una vaca. Él. Su ilustrísima realeza canina. Su archiseñoría Argi. Esto es duro de escribir pero debe saberse para una correcta comprensión de la historia; que su dueño sea también un ebrio de sí mismo no debe servir de atenuante.





Iratxe tenía miedo a ArgiArgi me tenía miedo a mí y yo tenía miedo a Iratxe. Era el año 93, y el perro, el chico y la chica se olían sus meadas tratando de comprenderse. A partir de ahí, noches de costillada en el parque Akarlanda, calimochadas maliciosas con música de La Polla Records, tardes capando y atando tomates a las cañas bastaron para que, poco a poco, casi sin darse cuenta, chico, chica y perro se hicieran un puño. Quién iba a poder con nosotros, a ver, quién. Ahora que se ha muerto, al contar los años que vivió él y los que llevamos nosotros, nos damos cuenta de que son el mismo número, diecisiete, de forma que nos miramos un poco inquietos, como miraba a las nubes José Hierro, y nos preguntamos si nuestra relación imposible no se caerá al suelo ahora que nos falta la grapa blanca, el nexo con cola, el perro.

Qué pronto dejó Iratxe de tener miedo a Argi y qué pronto dejó Argi de tenerme miedo a mí.

Sólo yo he seguido teniendo miedo a Iratxe.

Si muerdes a una persona, eres perro muerto. Si atacas al cartero, eres perro muerto. Si matas una gallina, eres perro muerto. Pasaba lo mismo en Lauros que en Tobes y Rahedo, pueblo rural burgalés del que procedía mi madre. Cuando mi tío Julián mató a Judas, un pastor alemán de dos años, yo aún era muy pequeño e hice la pregunta tonta de la comida:

–¿Y cuántas gallinas había matado?
–¡Hola! ¿Cuántas querías que matara?

Existían diversas gradaciones de brutalidad, pero no conocí ni un solo aldeano que consintiera en dejar vivo a un perro que mordiera. En ese punto hasta mi padre lo tenía claro:

–Si muerde hay que matarlo, eso no cabe duda.
–Aita, pero qué burro eres.
–¿Burro? ¿Sabes lo que cuesta una multa? ¡No la pagas ni vendiendo el caserío! ¡Te tienes que poner a pedir en el puente de San Antón!

Una vez llegó mi hermana de Sondika un poco alterada. Había recibido una llamada de teléfono de Mondragón donde le comunicaban que habían matado al hermano de Argi. Tened mucho cuidado con Argi, le vinieron a decir, porque seguro que también muerde. No sé si he dicho antes que Argi tenía un único hermano gemelo, idéntico:

–Según se ve –nos contaba mi hermana–, le han dejado jugando con Itsasne y, al de una hora, la niña ha aparecido con un poco de sangre en la mejilla.
–¿Pero saben seguro que se lo ha hecho el hermano de Argi?
–Qué va. Pero lo han matado por si acaso. Ya sabes. No puedes arriesgarte.

Era la ley de los caseríos. Cada vez que me dicen en Madrid la suerte que tuvo Argi de vivir en el campo me dan ganas de echarme a reír. Si la gente supiera lo poco que vale la existencia de un perro en el campo, ay. El mismo Argi, bajo sospecha tras el asesinato de su hermano, no se ganó su derecho definitivo a la vida hasta el día en que rompió la correa que le ataba al cerezo y, en lugar de dirigirse hacia el cartero, que llegaba en su moto en aquel justo momento, prefirió marcharse cerezo abajo a pasárselo bien.

Ahí se acabaron nuestros miedos y consiguió asegurarse el futuro, porque, aunque Argi no era un perro, le regían leyes de perro. Y esas leyes no escritas eran muy claras y no admitían vuelta. Eran normas que hacían imposible que un perro pudiera matar la segunda gallina. Imposible atacar al segundo cartero. Imposible morder otra vez.
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Al principio comencé a hacer tonterías. Volvía de mis noches de aerosol y me gustaba mear en los mismos adelfales del parque donde meaba él. Más tarde recopilé las fotos, hice planes para escribirle en largo, y hasta encontré la única cartilla que me dio su primer y único veterinario. Pero el último motivo de mi alegría es un detalle obvio que me ha venido hace unas semanas a la cabeza. Me he acordado, de los tiempos no lejanos en que jugaba a pala en el frontón de Lauros, de todas las pelotas que se desviaban por encima del frontis y acababan en los zarzales, y le he vuelto a ver a él, con su hocico de perro y olfato de perro, saliendo en su busca y volviendo con ellas en la boca. Recuerdo la cantidad de pelos que se dejaba.

Los pelos. Parece mentira que no me haya acordado hasta ahora. Los pelos de animales que se quedan colgando en las zarzas son uno de los materiales que utilizan los gorriones, las golondrinas, los petirrojos, las malvices, los tordos o las palomas para construir sus nidos, son el hilo y consistencia necesarios para dar forma a esa mezcla perfecta de barro, hojas y ramitas. Ahora que me he lanzado al rescate de la memoria, me gusta proyectar la cantidad de nidos que habrá en Lauros con pelos de Argi, y me regodeo en todos los pájaros o descendientes de pájaros que forman parte de Argi, que nacieron en nidos con pelos de Argi, que están volando ahora mismo como si llevaran en el pico un poco de su ladrido, y veo en esa imagen la venganza póstuma de la vida sobre la muerte.
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En Lauros no los había: los primeros semáforos y pasos de cebra los sufrí en Sondika y en Bilbao, y durante tan pocas horas y en días tan espaciados que no hubo tiempo para que ningún coche me atropellara. Madrid fue el primer lugar donde me encontré con un semáforo tras otro, un paso de cebra tras otro, con miles y miles de coches sulfurados y acelerantes, día tras día, siempre al acecho. Les tenía pánico. Un semáforo a solas no me asustaba, pero no me veía capaz de acertar cinco seguidos. Mi problema no estriba sólo en que sea un campesino lleno de complejos con la tecnología, sino en que soy de natural soñador y despistado, siempre voy por la calle haciendo gestos, hablando conmigo, imaginando y proponiéndome nuevas hazañas que luego se quedan en nada, y no suelo fijarme en baraterías de verdes, rojos o amarillos. En eso me comporto igual que en las campas y los montes de Lauros, pero allí no había peligro. Sabía que Roland Barthes se había muerto así, atropellado en un paso de cebra mientras iba leyendo y haciendo anotaciones en su cuaderno, y yo mismo, tras sufrir algunos sustos en los primeros meses, empecé a imaginar mi funeral. Para eso me había venido a Madrid, me dije, para morir atropellado.

Mientras iba haciendo mi quiniela de la muerte, di con un detalle sorprendente: Argi atravesaba las carreteras y cruces de Madrid con suficiencia. Se paraba antes de los semáforos, cruzaba en cuanto la gente cruzaba y se detenía en seco apenas escuchaba la cercanía de un coche. Era increíble. Y eso que él sólo conocía la carretera de Lauros. Enseguida le vi la utilidad y comencé a llevármelo por las calles dos o tres metros por delante, con el fin de pararme un segundo después de que él se parara, de manera que nos constituimos en el primer caso mundial en que un perro casi ciego (tenía doce años y sufría cataratas cuando llegó a Madrid) hacía de lazarillo de un tipo como yo, que pasa sin fallo todas las revisiones del oculista.

Yo seguía a Argi, era advertido por Argi y dirigido por él, pero con el paso del tiempo comencé a sentirme cómodo en la ciudad y me planteé lo absurdo y cómodo de mi comportamiento: ¿Cómo no podía ser capaz de fijarme en los semáforos si hasta un perro era capaz de hacerlo? ¿Iba a vivir siempre así, pendiente de Argi? Aquello tenía que terminar.

Y terminó, claro. Supongo que su conclusión se debió al sencillo motivo de mi adaptación paulatina a los colores, distancias y sonidos de Madrid, que son muy diferentes y hasta opuestos a los de Lauros. Pero yo, siempre idealista e infatigable contador de batallas, prefiero considerarlo desde otro punto de vista. Aquello fue un duelo entre dos especies. Debía demostrar que no era inferior a Argi. Debía demostrar que el ser humano está a la altura del perro.
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Deberían rociarlas con gasolina, deberían ponerles un trapo en la boca y ahogarlas lentamente, deberían rebozarlas en harina y huevo y dejarlas delante de una apisonadora del ayuntamiento. Me refiero a esas viejas que pasan de los ochenta años. O no: me refiero en realidad a las viejas de más de ochenta años que además están chochas. O no: me refiero a las viejas ochentonas y chochas que además son más pesadas que un elefante en el bolsillo y tampoco tienen hijos, familiares o san cristo que se atreva a prohibirles la salida a la calle. O no: en realidad, lo mío va contra una vieja chocha en especial, un plomo de mujer que me asaltó hace más de cuatro meses en el parque de la calle Andalucía:

–Hombre..., ¡cuánto tiempo! ¿Y dónde está el perro?
–El perro..., bueno, se ha muerto. Estaba muy viejo.
–Ayyyyyyyyy... ¡Qué disgusto! Mira, yo tuve una perra, Perlita...

Fue la primera vez. A la semana siguiente volví a encontrarme con la misma mujer camino de la biblioteca de Retiro:

–Hombre..., ¿dónde te has dejado el perro?
–Se murió, ya se lo dije la semana pasada. Tenía muchos años.
–Ayyyyyyyyy... ¡Qué pena! Mira, cuando se murió Perlita, una perra que tuve a la que sólo le faltaba hablar...

Ese mismo enero volví a encontrármela tres veces igual de chocha y pesada y déjame en paz, por lo que comencé a acudir a la biblioteca dando un rodeo por la Avenida Ciudad de Barcelona. La medida era buena y la cumplía fácilmente al salir de casa, pero a la vuelta, llena mi cabeza de ideas para el blog que siempre supongo geniales pero luego son un bluff, se me iba el santo al cielo y volvía por el lugar equivocado. Y allí me esperaba la vieja, claro:

–Hombre..., ¿Y tu perro?
–Se murió. Ya se lo dije.
–Ayyyyyyyyy... ¡Pobre! Mira, la perra que tuve yo, Perlita...

No sé cuántas horas me habrá hecho perder esta vieja en los últimos cuatro meses, pero calculo que lo suficiente como para escribir Fortunata y Jacinta. A tal punto ha llegado mi crispación que en las últimas semanas he estado sopesando cortar por lo sano. Mire, señora, le pensaba decir, no le consiento que compare a su mierda de Perlita con Argi, porque Argi era un perro en serio, un perro de caserío que debía cumplir unas funciones, y Perlita no era más que una perra decorativa que usted y todos los que son como usted se compran para resistir la soledad y el fracaso. Ya puede usted celebrar que yo no sea presidente del gobierno, le pensaba añadir, porque lo primero que iba a hacer es meter en una cámara de gas a todos los españoles que mantienen a los perros secuestrados en sus pisos.

Tenía el discurso muy desarrollado en la cabeza y hasta había ensayado posturas en el espejo para darme el fuste de tío bruto y violento, pero ayer tarde me la volví a topar y no me atreví a decirle ni pío, que coño me voy a atrever. Ella, en cambio, volvió a demostrarme que sigue en plena forma:

–¿Y tu perro?...
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